viernes, 15 de octubre de 2010

La sala de espera de un hospital es el final de la utopía. Es el final del túnel, sólo que al llegar allí te das cuenta que no hay salida, ni luz, ni sol; nada más una pared, una pared de contención que te devuelve al comienzo, a donde empezaste. Nunca hubo ni habrá final, simplemente una calesita de almas en el parque de diversiones de la futilidad. Una galería de hombres y mujeres despojados de su humanidad, curtidos, golpeados, siempre listos para poner la otra mejilla. Sin nada que hacer, esperando la muerte, como quien espera el colectivo, con ramos de rosas en las manos y las arrugas en la frente y los ojos, contando los años como una condena, sin saber exactamente porque. Sentarse y esperar. Esperar el turno, esperar por los avances de la ciencia, enfermarse para sostener un sistema que está podrido desde lo hondo de sus raíces... y los hombres hechando raíces también, a punto de enloquecerse. En cada uno de ellos hay un dolor, una angustia primitiva que no puede florecer, que no ovula. En cada uno de ellos hay anestesia y plomo, sangre y leche. Un museo de estatuas de carne. Ya no me siento enfermo. Es esta farsa inmunda la que nos devora; el mundo tal cual como lo conocemos es una patología irreversible, regenerativa, metastática. Nosotros somos puramente objetos de observación, cobayas humanas, tubos de ensayos en los cuáles se se mezclan y condensan los fluídos de la evolución. Hemos sido despojados de nuestra espiritualidad, estamos desterrados de nosotros mismos, desterrados de dios. Empaquetamos la naturaleza para disponerla en heladeras, tememos a la muerte, porque no la comprendemos. Y estas no son más que palabras. No dicen ni intentan decir más que nada. Cuando la verdad descienda del cielo como una cúpula celeste, no necesitaremos decir nada. Contemplaremos nuestra obra y los violines inundarán nuestros corazones como una pileta, como una gota de vidrio grueso... como santos meando por encima de los tejados de medianoche.