Pero, de todas formas —y esto ha quedado demostrado en varias ocasiones—, uno puede llegar a ser bastante certero aun pese a la poca preparación de lo que intenta llevar a cabo, sin necesariamente dejar plasmado algo aborrecible en el intento. Quizás esta sea la excepción, pero que va, sin lugar a dudas es la manera más divertida hacerlo.
Esta reflexión —si puede llamarse así— de este año que pasó no escapa de estos canones de improvisación, pero me parece una buena forma de cerrar esta temporada literaria de La Casita del Vasco —sin pena ni gloria— debido a que, mezlca de mi embotamiento cerebral, mi pereza y mi éxtasis respecto a las cosas que están por venir, no volveré a postear por un lapso de tiempo indeterminado.
En principio, es bueno aclarar que me cuesta mucho sufrir la densidad temporal igual que el resto de la gente: aunque no estoy totalmente excento de la sensación de que los años se me pasan cada vez más rápido —muy en parte por la noción innata y colectiva del tiempo—, cómo si realmente el reloj hubiera adoptado una actitud totalmente sádica hacia nuestros cronómetros biológicos, de todas maneras me cuesta mucho hacer retrospección y pensar y añorar minuciosamente todas las cosas que hice o dejé de hacer, tomando una medida concreta de la miríada de nimiedades y epopeyas que realicé a lo largo de 21 años. Supongo que la intoxicación sistemática de mi cerebro exacerba este proceso, encarnando el papel principal de gran contribuyente de mi indiferencia respecto al paso de los años. Dentro de lo que uno puede, es bueno desligarse un poco del eterno girar las manecillas, al menos si uno pretende no volverse un esclavo de esta mentira flagrante que configuran los calendarios.
Justo ahora, que recién me pongo a enumerar mis acciones pasadas —las de 2009, claro— con un poco más de énfasis, me doy cuenta de la cantidad de planes inverosímiles que entablé y nunca concreté, solo en algunos casos y secundado por mis adláteres en otros: venta de cocaína; viajes apócrifos a lugares apócrifos sin ningún dinero; latrocinios rocambolescos e irrealizables bajo todo punto de vista; compra de ropa en ferias de segunda para su posterior reventa en ferias de cuarta; la presunta creación de una revista de la que no queda más que el recuerdo de una larga conversa de borrachos; y muchas otras falacias que en este preciso momento no recuerdo, pero eran sin dudas igual o mucho más estrafalarias que las anteriores. Son todos planes que, inexorablemente, terminaré llevándo a cabo en uno u otro plano, para aquel que entienda la ecuanimidad que convive entre lo real y lo ficcticio; en este caso particular, la que habita en las letras.
También podría enumerar una cantidad de cosas grandiosas y pésimas que me han ocurrido, pero eso prefiero reservármelo para mi burbuja privada. Si es que alguien lee esto, no creo que le interese demasiado, y tampoco es mi intención distraer con anécdotas personales que no harían más que alejar del relato. Aunque sí me gustaría aclarar que me siento un agradecido por haber participado, directa o indirectamente en ellas.
Entonces, ¿Por qué estoy escribiendo esto? ¿Cuál es la finalidad de un texto qué intenta aglutinar todo lo acaecido en casi 365 días y retratarlo lo más fielmente posible a la realidad
—la misma que cualquier buena ficción— en la cual ocurrió? ¿Será que acaso me estaré volviendo un nostálgico? ¿Será que, finalmente, como dice el tango, toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado? ¿Me habrá ganado la añoranza finalmente? No, nada de eso. Es que, de manera casi automática, vaya uno a saber porque, cada vez que un nuevo año asoma la trompa, la gente entra en una especie de vorágine digna de una obra de teatro ensamblada por los internos del neuropsiquiátrico Borda que merece la pena ser retratada. Es entonces cuando se comienza con la recopilación de datos —superfluos o significantes— que configuraron nuestro año anterior y que nos da cuenta de lo efímero de su duración.
En el inconciente colectivo se instaura muy profunda la sensación de que una nueva oportunidad de comenzar es posible: no importa si se trató de un año estupendo, mediocre o espantoso; TODOS quieren que llegue el año nuevo. Se trata de una manera eficaz de parar la pelota, baldear el cerebro un poco e ilusionarse con que todo lo que viene a continuación será mejor —o no podrá ser peor—, pese a que nuestra coyuntura no sea demasiado promisoria o esperanzadora como para poder entusiasmarnos con nada. Claro está, que para algunos locos de mi estirpe, el año nuevo no es mucho más que unas cuantas botellas de licores, asado y fiesta. No puedo negar que se trata de un momento realmente agradable: para alguien que se crió en una cultura sumida en la degeneración y que aprendió a no sentirse un advenedizo en ella —al punto de sentirse cómodo en la misma—, mandar todo al carajo, y encima con un poder de justificación consensuado, es una sensación increíblemente espectacular.
Pero tampoco hay que brindar de más; no es bueno volverse un incauto con tanto tránsfuga suelto merodeando nuestro banquete.
El 2009 fue otro año bastante convulsionado de esta primera década del tercer milenio que nos toca atravesar: casi —casi, uf— presenciamos la caída de un sistema tan nefasto que termina por asfixiarse a sí mismo, cuando, como era de esperarse, los gurús de la propiedad privada salieron al rescate como saetas: no van a dejar que el nene se les caiga de los brazos tan fácilmente. Por supuesto, fiel a como nos tiene acostumbrados esta doctrina, esta auto-constricción tiene como saldo a miles de personas en una situación bastante comprometida respecto a lo que vendrá de cara al futuro.
Fuimos testigos de la ascensión del primer afro-americano electo presidente en la potencia del norte, el mismo que , paradójicamente, luego de ser galardonado con el Premio Nóbel de la Paz dispuso un nuevo envio de tropas del ejército para establecerse en sus bases en Afganistán.
Nos encontramos frente al punto límite en lo que respecta a la condición climática del planeta y parece imperativa la necesidad de empezar a tomar medidas drásticas que, de no ser tenidas en cuenta, podrían desembocar en calamidades irreversibles para nuestra vida terreste.
En nuesto país pudimos observar, por primera vez en la historia, la mayor proliferación de partidos en contra del oficialismo gracias a la indulgencia de nuestra presidenta, que empezó a gestarse a mediados del año pasado, con un episodio que duró tres meses, en el cual unos tipitos cortaban la ruta, apeándose de sus camionetas de 80 mil dólares, quejándose de que no podían vivir con lo poco que ganaban, derramando leche en la ruta, mientras los pibes villeros no tienen ni pa´ comer un sopita.
De ese riñon de la oposición, supimos del antaño ignoto empresario De Narváez, que gracias a su mediática campaña panfletaria y su elección en los comicios de mitad de año, hoy ocupa un lugar en la Legislatura de la Nación, listo para intentar privatizar hasta las medialunas junto a su querido secuaz M&M.
Por supuesto, en este final del tramo, no podemos pasar por alto la aparición del heredero de una de las empresas de chocolate más importantes de la Argentina dispuesto a patinarse un par de millones con tal de que cada vez que prendemos la caja boba no podamos evitar encontrarnos con su imponente figura intervenida quirúrgicamente no menos de un centenar de veces.
Claro, para el escéptico de turno que venía leyendo hasta aquí y se relamía con gusto, también hay buenas: la ley de medios, que posibilita, de alguna manera, la multiplicación de canales para muchas bocas que tienen algo para decir.
No. Es una época para tener la guardia arriba. El equilibrio de nuestra vida —en todo caso, el de nuestra salud mental; de todas maneras, ambas me resultan analogías compatibles—, pende de una cuerda muy angosta, y nosotros somos los funambulistas borrachos que intentamos atravesarla sobre una pileta infestada de cocodrilos en su interior.
En este momento de cambio, en este llamado preciso a la reflexión, es el tiempo exacto en el cual debemos estar más juntos que nunca. Tenemos un poder hermoso y es preciso que no lo desperdiciemos; porque no se trata del poder de una corporación, ni el poder que se retroalimenta a sí mismo de la individualidad que pregona el statu quo que nos administra como si fuéramos carne de cañón. No, no es eso. Es el poder del cambio, el halo de nuestra propia energía. La oportunidad que tenemos, de ahora en más, tomando cada nuevo día como una nueva vida, de lograr que esto cambie de una vez por todas.
Así que tenemos dos caminos: el correcto, que nos llama a armonizarnos con la naturaleza, a reconceptualizar nuestra cultura y escuchar la palabra de los sabios de antaño, que en tan perfecto equilibrio vivían con todo lo que los rodeaba; o el equivocado: empecinarnos en seguir tras nuestros triunfos individuales de subsistencia, destruyéndonos entre nosotros mismos, haciendo elucubraciones de lo que pudo haber sido y nunca ocurrió; esperando, hamacándonos en la misma vida sosa y anodina a que todo explote sin siquiera darnos cuenta que tenemos otra oportunidad. Sí, una más.
Amigos, el enemigo está ahí, en frente de nuestras narices. Depende de nosotros, solamente de nosotros, el aceptar que podemos hacer algo con lo que se nos presenta, o ser parte de otra generación perdida para seguir brindando para que lleguen los años nuevos para ver que migaja del pan dulce nos toca esta vez.
Así que no lo sé. Hay probabilidades de que la cosa cambie… o no. Quizás el mundo explote al diablo, como dicen las profecías, quien sabe…o quizás me vuelva totalmente loco, que es una posibilidad que se me baraja como bastante interesante.
No lo sé, realmente no lo sé…es esa incertidumbre la que me inquieta y me mantiene vivo. La misma que a ustedes. ¡Buen año!
En el inconciente colectivo se instaura muy profunda la sensación de que una nueva oportunidad de comenzar es posible: no importa si se trató de un año estupendo, mediocre o espantoso; TODOS quieren que llegue el año nuevo. Se trata de una manera eficaz de parar la pelota, baldear el cerebro un poco e ilusionarse con que todo lo que viene a continuación será mejor —o no podrá ser peor—, pese a que nuestra coyuntura no sea demasiado promisoria o esperanzadora como para poder entusiasmarnos con nada. Claro está, que para algunos locos de mi estirpe, el año nuevo no es mucho más que unas cuantas botellas de licores, asado y fiesta. No puedo negar que se trata de un momento realmente agradable: para alguien que se crió en una cultura sumida en la degeneración y que aprendió a no sentirse un advenedizo en ella —al punto de sentirse cómodo en la misma—, mandar todo al carajo, y encima con un poder de justificación consensuado, es una sensación increíblemente espectacular.
Pero tampoco hay que brindar de más; no es bueno volverse un incauto con tanto tránsfuga suelto merodeando nuestro banquete.
El 2009 fue otro año bastante convulsionado de esta primera década del tercer milenio que nos toca atravesar: casi —casi, uf— presenciamos la caída de un sistema tan nefasto que termina por asfixiarse a sí mismo, cuando, como era de esperarse, los gurús de la propiedad privada salieron al rescate como saetas: no van a dejar que el nene se les caiga de los brazos tan fácilmente. Por supuesto, fiel a como nos tiene acostumbrados esta doctrina, esta auto-constricción tiene como saldo a miles de personas en una situación bastante comprometida respecto a lo que vendrá de cara al futuro.
Fuimos testigos de la ascensión del primer afro-americano electo presidente en la potencia del norte, el mismo que , paradójicamente, luego de ser galardonado con el Premio Nóbel de la Paz dispuso un nuevo envio de tropas del ejército para establecerse en sus bases en Afganistán.
Nos encontramos frente al punto límite en lo que respecta a la condición climática del planeta y parece imperativa la necesidad de empezar a tomar medidas drásticas que, de no ser tenidas en cuenta, podrían desembocar en calamidades irreversibles para nuestra vida terreste.
En nuesto país pudimos observar, por primera vez en la historia, la mayor proliferación de partidos en contra del oficialismo gracias a la indulgencia de nuestra presidenta, que empezó a gestarse a mediados del año pasado, con un episodio que duró tres meses, en el cual unos tipitos cortaban la ruta, apeándose de sus camionetas de 80 mil dólares, quejándose de que no podían vivir con lo poco que ganaban, derramando leche en la ruta, mientras los pibes villeros no tienen ni pa´ comer un sopita.
De ese riñon de la oposición, supimos del antaño ignoto empresario De Narváez, que gracias a su mediática campaña panfletaria y su elección en los comicios de mitad de año, hoy ocupa un lugar en la Legislatura de la Nación, listo para intentar privatizar hasta las medialunas junto a su querido secuaz M&M.
Por supuesto, en este final del tramo, no podemos pasar por alto la aparición del heredero de una de las empresas de chocolate más importantes de la Argentina dispuesto a patinarse un par de millones con tal de que cada vez que prendemos la caja boba no podamos evitar encontrarnos con su imponente figura intervenida quirúrgicamente no menos de un centenar de veces.
Claro, para el escéptico de turno que venía leyendo hasta aquí y se relamía con gusto, también hay buenas: la ley de medios, que posibilita, de alguna manera, la multiplicación de canales para muchas bocas que tienen algo para decir.
No. Es una época para tener la guardia arriba. El equilibrio de nuestra vida —en todo caso, el de nuestra salud mental; de todas maneras, ambas me resultan analogías compatibles—, pende de una cuerda muy angosta, y nosotros somos los funambulistas borrachos que intentamos atravesarla sobre una pileta infestada de cocodrilos en su interior.
En este momento de cambio, en este llamado preciso a la reflexión, es el tiempo exacto en el cual debemos estar más juntos que nunca. Tenemos un poder hermoso y es preciso que no lo desperdiciemos; porque no se trata del poder de una corporación, ni el poder que se retroalimenta a sí mismo de la individualidad que pregona el statu quo que nos administra como si fuéramos carne de cañón. No, no es eso. Es el poder del cambio, el halo de nuestra propia energía. La oportunidad que tenemos, de ahora en más, tomando cada nuevo día como una nueva vida, de lograr que esto cambie de una vez por todas.
Así que tenemos dos caminos: el correcto, que nos llama a armonizarnos con la naturaleza, a reconceptualizar nuestra cultura y escuchar la palabra de los sabios de antaño, que en tan perfecto equilibrio vivían con todo lo que los rodeaba; o el equivocado: empecinarnos en seguir tras nuestros triunfos individuales de subsistencia, destruyéndonos entre nosotros mismos, haciendo elucubraciones de lo que pudo haber sido y nunca ocurrió; esperando, hamacándonos en la misma vida sosa y anodina a que todo explote sin siquiera darnos cuenta que tenemos otra oportunidad. Sí, una más.
Amigos, el enemigo está ahí, en frente de nuestras narices. Depende de nosotros, solamente de nosotros, el aceptar que podemos hacer algo con lo que se nos presenta, o ser parte de otra generación perdida para seguir brindando para que lleguen los años nuevos para ver que migaja del pan dulce nos toca esta vez.
Así que no lo sé. Hay probabilidades de que la cosa cambie… o no. Quizás el mundo explote al diablo, como dicen las profecías, quien sabe…o quizás me vuelva totalmente loco, que es una posibilidad que se me baraja como bastante interesante.
No lo sé, realmente no lo sé…es esa incertidumbre la que me inquieta y me mantiene vivo. La misma que a ustedes. ¡Buen año!