jueves, 30 de julio de 2009

Salmo


No lo recuerdo con exactitud. Ni siquiera intento hacer un esfuerzo por recordarlo. Pero lo que sí puedo afirmar con seguridad, es que desde aquella primera vez diluída en mi memoria, se trata de la misma sensación que me estremece en cada momento en que escucho ese saxo nuevamente. Una y otra y otra vez.
Llegué a Coltrane por curiosidad, divagando entre el infinito universo jazzístico. Hechizado, anodadado ante tanta belleza; sin entender lo que mis oídos escuchaban y temoroso de lo que no entendía. Preguntándome porque había tardado tanto tiempo en descubrir algo semejante.
Aquel saxo sonaba (y sigue sonando) como algo supremo, como un Amor Supremo. Más allá del bien y el mal, hermoso e interminable, sobrevolando veredas desérticas y hechizando suspiros con inexplicable dulzura.
Sentí aquella súplica y de inmediato comprendí que ese sonido era la verdad; ese sonido lo era todo: la luna sobre los tejados, los amores, el amor, el lugar exacto en el momento exacto en cualquier lugar y momento; cuando lo más simple se vuelve una vida entera en frente de los ojos y comprendés lo incomprensible. Todo aquella magia fluyendo por las venas como un torrente incontenible; una plegaria, un salmo, una explosión. Arriba con los dioses y bien abajo con los vivos.
Una melodía así, la misma que suena al tiempo que mis dedos nerviosos golpean las teclas inquietas, no puede provenir de algo tan fútil como lo es un hombre preocupado en su endeble existencia mundana; es el canto de un alma realmente hermosa que se encontró consigo misma y comprendió ser parte del todo, soplando con fuerza desde la nada misma para contar lo que había descubierto, haciendo más divino el sendero al encontrar el preciso y único instante y regalarlo más fantásticamente que miles de cuentos de hadas e interminables fábulas bizantinas. La pura verdad flotando en calles, habitaciones, cárceles y ciudades, durante siete inverosímiles minutos, mucho más alto que el templo de relojes que se erije sobre los cimientos de la incertidumbre.
Gracias infinitas por tu canto inolvidable, donde tu alma resplandece en 12 notas y mi corazón se funde con el tuyo, donde miles de fabulosas historias convergimos hacia el mismo pasadizo en búsqueda de la misma revelación. Gracias.

domingo, 26 de julio de 2009

Transformación del lenguaje, incomunicación personal y reconceptualización de la información en el siglo XXI (III)


Los teléfonos celulares ingresaron en el mercado a mediados de los 80, como una herramienta anatómica y eficiente, por ese entonces y hasta varios años después, privilegiada para empresarios u hombres de negocios. Hoy, la venta de celulares se ha vuelto un negocio redundante: es difícil encontrar personas que no posean uno, incluso en estratos sociales más bajos que los de la clase media. Hombres de mediana a mayor edad, mujeres y niños; la mayoría de la población mundial cuenta con estos pequeños teléfonos en su poder. El celular engendra una sensación de comunicación total entre sus usuarios: la idea de poder estar en contacto todo el tiempo. Pero la cuestión es que los celulares no se limitan meramente a cumplir esa función; se han convertido en un status, en una necesidad. Los jóvenes se pelean para ver quién tiene el mejor modelo, más caro, con mejor cámara, mp3 y un sinfín de comandos superfluos en relación con lo que respecta con la verdadera comunicación, priorizándose así el plan de mercado de las compañías, que alientan un consumo exacerbado e improductivo de la telefonía móvil. Se entreteje así un modelo de venta que lo que menos prioriza, paradójicamente, es la comunicación entre los individuos.
Los mensajes de texto han contribuido en gran parte a aquello. Como las llamadas desde celular se cobran a un valor relativamente alto respecto al costo de una de teléfono de línea, o inclusive mayor a los ya casi olvidados teléfonos públicos, la gente opta en muchos casos por utilizar esta modalidad, lo que convierte al celular en una herramienta que no cumple su función: uno compra un teléfono y lo que menos hace es realizar llamadas. Hace un par de años, cuando uno hacia una llamada, de la índole que fuere, sabía que aquello que debía hablarse tendría que ser claro y conciso, pese a ser algo banal, como podría serlo un encuentro en un café, pues aquella comunicación se establecería sólo una vez y era preciso entrar en lujos de detalles para que el encuentro estipulado se realizara con éxito. Hoy eso es lejano: por medio de los mensajes de texto los encuentros pueden surgir espontáneamente, sin necesidad de plantear de antemano nada, lo que sugiere un avance en el plano de la comodidad, aunque no así en el de la comunicación personal.
El celular otorga, en cierto modo, una sensación de omnipresencia: saberse comunicado en todo momento, creyendo que al otro lado de la línea siempre está el que buscamos, al menos hasta el momento en que se nos acaba el crédito, que por cierto casi siempre es muy restringido, o nos quedamos sin batería. En ese aspecto, las tecnologías de comunicación online operan del mismo modo: el Msn Messenger ha crecido a pasos tan desmesurados que prácticamente la mayoría de la juventud y cierto porcentaje de personas mayores utilizan el chat para comunicarse entre ellos. Lo que resulta difícil de entender es que aun cuando las sesiones permanecen abiertas la mayoría del día, los usuarios no se encuentran en las computadoras; se trata nuevamente de esa sensación de omnipresencia: dejar una notilla que indique dónde o qué estamos haciendo o qué vamos a hacer en el día. El anonimato parece haberse perdido en el ciberespacio: los programas de interacción online posibilitan una gran capacidad de almacenamiento de datos y todo el mundo tiene la posibilidad de circunscribirse a la misma para tener acceso a información de sus semejantes, como si se tratara de un Gran Hermano inducido y sustentado por los usuarios mismos.
Otra cosa para destacar, sin lugar a dudas cuando se habla de comunicación, es el lenguaje; y el lenguaje, propiamente aplicado, no cumple una función de mucho peso en las nuevas tecnologías, al menos no sintácticamente. La restricción de espacio y el apuro que demandan estos medios reconfiguran al lenguaje y acortan su estructura simbólica. Se delimita un nuevo argot y las palabras se diluyen en otras menos extensas, que se incorporan rápidamente en el lenguaje de sus interlocutores. El verdadero problema eminentemente no es ese, es decir que determinado lenguaje se delimite dentro de un determinado campo social, sino que éste (en este caso el lenguaje de la comunicación en el ciberespacio) se traslade a otros campos sociales e intervenga con peso mayoritario en lugares donde no debería hacerse notar.
Resulta necesario comprender que, para entender cabalmente el funcionamiento de los mecanismos de las nuevas tecnologías de comunicación, primero hay que entender que, como productos globalizados que son, tienen un propósito económico primario, por encima de su función social como herramienta tecnológica y su supuesto valor altruista en el desarrollo de la comunicación mundial.