martes, 27 de octubre de 2009

Samba


Este me tiene. No se va a mover hasta que me dé. Sí, está ahí; casi puedo escuchar su respiración, riéndose entre dientes, porque sabe que me tiene y quiere jugar conmigo como si fuera un animal, esperando a que asome a la cabeza para meterme la muerte entre las cejas.

¿Cómo hacen para aparecer así estos maricones? ¡Son como fantasmas! Así de ganas tienen de vernos bien muertos. Ni los barriletes los ven cuando asoman el hocico como un rayo, y entonces mejor estar despierto o te volviste un cadáver decorando los pasillos de la favela. Uno más para la colección del barrio, como Biroca.

Pobre Biroca, lo abatieron feo, lo dejaron hecho un colador. Pintaste todo el suelo de escarlata, eh Biroca. Te liquidaron igual que como me dijiste que iba a pasar alguna vez. Y yo nunca te creí y ahora estamos los dos acá, jodidos. Porque este no me va a dejar hasta que me vea muerto, como vos.

Porque para eso vino, para llevarnos a los dos, Biroca. Y de verdad que me tiene acorralado. Sabe que fuí yo el que le dí aquella vez y me quiere ajusticiar. No lo maté porque llevaba puesto el chaleco y por eso al gato le queda todavía una vida más. Tendría que haberle abierto la cabeza como a una calabaza, pero me equivoqué y ahora estoy aquí, atrapado, sambando con mi enemigo al ritmo de las balas, sin escapatoria. Sabiendo que le herí el orgullo y eso es lo que más le enfurece.

Porque para él es como si ya lo hubiera matado, y por eso lo único que puede pensar es en ver mi cuerpo sin vida yaciendo en el piso. Por eso no me va a dejar ir. Ver a un negro flaco sin más ropas que unas bermudas y un par de ojotas, blandiendo una 9 frente a su cuerpo y disparándole a quemarropa, repitiendo la escena de su muerte una y otra vez en la película de su cabeza lo volvió loco. Alguien como él no puede permitirse pensar en otra cosa que no sea terminar con mi juego. Por eso sigue ahí, tirándome mientras sigo escuchando las balas que rebotan a mi lado, dispuesto a llevarme en una mortaja de la manera que sea.

¿Pero por qué no se mueve? Si sabe que me queda una bala sola. O quizás no, o no quiere arriesgarse. Quizás este negro le da un poco de miedo, o al menos está siendo cauteloso, porque sabe que aunque haya sido solo por un momento, tuve su vida colgando de mi gatillo.

Pero ahora me tiene, carajo. Me tiene y no me deja salir. Y no hay un solo lugar a donde correr. Sería el suicidio salir hacia campo abierto, le estaría dando una razón para que me fusile. Pero ya no sé hace cuanto tiempo que estoy aquí, con los balazos rozándome la piel, acercándome más a Biroca en cada disparo. Pueden haber pasado días ya, años tal vez. Y yo sigo aquí, al igual que mi pareja de baile, esperando los dos el momento justo, sin movernos un centímetro.

¿Por qué no me liquida? ¿Qué estará esperando? Puede que esté aguardando a que vuelvan los refuerzos que subieron hacia el morro a buscar al Cherife. Si es así, puedo darme por muerto. ¡Maldita sea, si tuviera un par de balas más al menos me llevaría alguno conmigo! Pero no creo que esté esperando a nadie. No, esto es personal. Es entre él y yo, nadie más; así quiere él que sea. Quiere darse ese placer, mirarme a los ojos antes de disparar y ver mis sesos desparramados por todo el lugar, hacerme saber que tiene mi vida en la palma de su mano.

Carajo, necesito algo para esnifar, necesito estar bien despierto. Por suerte tengo la bolsa que iba a venderle a Hermildo; no creo que él vuelva a meterse nada por la nariz nunca más. Escuché su grito cuando lo alcanzó el plomo mientras se dirigía a refugiarse cuando ellos llegaron. Fue demasiado tarde. Y tarde, por estos lados, significa una sola cosa.

Así de cercana está la muerte para nosotros: uno escucha el alarido del que fue alcanzado por alguna ráfaga y ya sabe de quién se trata. Es un sonido tan particular que a veces asusta. No puede tratarse de otra persona que no sea la que fue ejecutada, es como si uno cantara su funesta canción de su despedida.

Y ahora siento que ha llegado mi turno de cantar o hacer que mi enemigo lo haga. No tengo más opciones, no tengo más remedio: una bala y dos canciones. De nada más vale la espera, es el momento. A todo o nada, como lo ha sido siempre, con la sangre inquieta en las venas.

Aprieto la pistola y me arrimo un poco más al borde. Siento mi respiración pesada e intento calmarla; puede oír los latidos de mi corazón. Una gota de sudor cae pesada desde mi cien, bajando por mi mejilla para caer en el asfalto y rajarlo; tengo mis ojos abiertos como dos persianas, atentos a lo que se viene, listos para brillarle a la muerte una vez más. Despejo mi cabeza para poder ver lo que me espera al asomarme desnudo ante mi verdugo o mi victima; siempre fue lo más importante para mí. Me acerco por última vez al borde, lo más cercano posible al vacio. Estoy listo, no tengo miedo. Ahí voy, una vez más, a buscar lo que me pertenece....

Bang.

lunes, 19 de octubre de 2009

Buenas noches, Caballero

Era ya casi de medianoche. Marco prendió un pucho y caminó errante por la Avenida Pueyrredon. Se paró frente a una estación de servicio y miró distraídamente el resúmen de los partidos de la fecha. Bandfield le había ganado a Racing sobre la hora, con gol del Uruguayo Silva. Pese a ser un fervoroso académico, el resultado adverso pareció no importarle mucho. Siguió hasta las escalinatas de la Biblioteca Nacional y se detuvo, las piernas le dolían. Se entretuvo un rato mirando a una chica que esperaba el colectivo de la mano de en frente; llevaba un vestido de tela, con colores vivos y motivos alegres, de esos que se ponen las minas cuando llega la primavera y que oprimen ciertos botones que activan terminales secretas en los cerebros y pantalones de los hombres.
Había algo en la figura de la muchacha que lo cautivaba poderosamente: era el porte arrogante pero a la vez insulso que visten muchas mujeres de la Capital. Era como si se tratara de una yegua terrible, de esas con las que uno se quiere encamar y después de realizada la faena, tomarse el primer piro que pasa y a otra cosa mariposa. Listo.
Pero a la vez, había en su mirada algo que Marco no sabía que era –de hecho, nunca lo supo–; algo melancólico que llegaba a conmoverlo hasta la médula. Esa dualidad llamó poderosamente sus sentidos y se enamoró durante 15 minutos, prestando durante ese lapso una atención casi matemática a la señorita y su figura.
Pero cuándo el 37 llegó y se devoró a la bonita muchacha, se escindió rápidamente del asunto y decidió reanudar su caminata. Así nomás, como si se hubiera tratado del recuerdo de una mala paja, simplemente se olvidó de la agraciada fémina y reanudó la marcha.
-De nada vale hacerse poco o demasiado drama. -pensó-.
Empezó a subir por la empinada calle y atravesó la noche a través del pomposo barrio. Estaba lejos de su casa, eso lo sabía bien. Tenía puesto un jean gastado y un buzo viejo que le había regalado un amigo que no veía hace un tiempo, y que de verdad extrañaba.
Se sintió un mendigo caminando en medio de las inmediatas luces de esa fortaleza ostentosa que se levantaba en medio de la piojosa ciudad, lo que le divirtió mucho. Llego hasta la embajada de República Checa o alguno de eso países que sabía, en su puta vida iba a visitar y siguió caminando.
El barrio le recordaba a París, o al menos como él creía que era, de acuerdo a las películas en las que había visto a la glamorosa y estúpida capital francesa en todo su esplendor: el lugar se diagramaba circularmente, con los edificios brillando inmaculados, como torres de marfil que se levantaban sobre la acera, alineados geométricamente en cinco distintas calles que entraban por los costados y que convergían en la parte trasera de Plaza Francia.
Llegó a la plaza y pretendió sentarse en el monumento a San Martín, pensando en que se encontraría solo y podría acomodarse a sus anchas, sin nadie zumbando por los alrededores. Pero al llegar se encontró con que había bastantes parejitas, y que una de ellas había ocupado su lugar preferencial.
Se encogió de hombros y se apoltronó en la escalinata a contemplar la noche, de frente a toda la extensión de Avenida del Libertador. Sí que estaba lejos de casa.
Pero se sentía bien. De hecho se sentía el tipo más afortunado del mundo, tirado ahí, como un linyera, en medio de uno de los barrios más caros de Bs. As., mirando la luna, sin tener que responderle nada a nadie.
-Sí, esto es vida –se dijo a sí mismo– ¿De qué carajo tengo qué preocuparme? De nada, absolutamente de nada…
Se olvidó por completo de la acalorada discusión que había sostenido con su novia un rato antes, de la renuncia a su trabajo, del gol que el puto de Silva les había embocado sobre la hora, muriéndose el pleito. Eran todas cosas innanes. En ese momento era él el rey del mundo -al menos del mundo que él conocía-, y todo lo demás no valía un carajo. ¡Qué sensación increíble!
De repenté unos pasos sordos se escucharon a lo lejós, y en poco menos de un santiamén Marco los sintió cerca de dónde él estaba. Volteó la cabeza y vió a un policía, a escasos metros de su persona. Ambos se miraron fijo por unos segundos y Marco reconoció en él al típico oficial de las fuerzas de la Federal: era rubio, de ojos celestes y mediana estatura, con el pelo muy corto y un afeitado perfecto. De inmediato lo identificó como uno de esos pibes que en el colegio son unos buchones terribles y prestan atención vehementemente en la clase de matemática, orejas de la profesora de mierda que mandaba a todos a marzo. Nunca se había llevado bien con esos imbéciles.
Sabía que venía a romper las pelotas, pero él no se inmutó. No estaba haciendo nada ni tenía nada que esconder, así que se quedó quieto mirando la avenida sin darle motivos al uniformado para abordarlo bajo ninguna circunstancia.
El policía permaneció junto a Marco por dos o tres minutos y se decidió a inspeccionar por el resto de la plaza, interrogando a las parejitas sobre que estaban haciendo, buscando marihuana u alguna otra sustancia ilícita, revisando los paquetes de cigarrillos. Por supuesto, eran controles muy selectivos, porque la pareja bien vestida que estaba morréandose al lado de la verja de hierro nunca fue abordada por el rubio oficial.
-¡Pero que cana de mierda! ¡No te pueden ver en paz estos hijos de puta! – se dijo Marco hacia sus adentros–.
Pero como sabía, él no tenía nada que lo comprometiera, ni estaba haciendo nada, así que cuando se dispuso a retirarse, lo hizo con mucha tranquilidad; no había motivo por el cual detenerlo, y él lo sabía.
Empezó la marcha de vuelta hacia la Avenida, y hecha media cuadra se detuvo para atarse los cordones de su zapatilla. Cuando se agachó, oyó los pasos inconfundibles de unos zapatos que se dirigían hacía sus pisadas.
-Buenas noches, caballero –llegó a oír todavía desde el piso–.
Volteó la cabeza y vió la figura del policía a través de la noche.
-Hola –senteció lacónicamente Marco–.
-¿Qué anda haciendo caballero?
-Nada, paseando.
-¿Dónde vive usted?
- En Avellaneda.
-Está un poco lejós de su casa, ¿no le parece?
Marco arqueó una ceja en respuesta a la pregunta del oficial, como respondiéndole tácitamente que qué carajo le importaba, que él era libre de caminar a sus anchas por donde se le diera la gana. Sentía un gran desprecio por la autoridad, debido a los diversos maltratos que le habían propinado las amistosas fuerzas policíacas en tiempos anteriores. Pero era un tipo inteligente, y sabía que no uno no debía desmedirse con un imbécil vestido de azul, menos siendo tan visitante como lo era él en ese momento.
-Son 40 minutos en colectivo, no es tan lejós.
-Está bien. ¿Tiene documentos?
-No, no salgo con los documentos a la calle, si los pierdo me traería muchos problemas.
-Y escucheme una cosa –el policía cambió rápidamente el rumbo del interrogatorio– ¿Fuma usted marihuana?
Marco vaciló un instante y mintió concienzudamente:
-No.
-¿Está usted seguro, caballero? –retrucó el uniformado–
-No, no fumo. Y sí lo hiciera…–arrastrando en su respuesta una leve tonada de desprecio, que apenas se percibio en el aire– ¿Cuál es el problema?
-Que la tenencia de estupefacientes de diversa índole constituye un crimen para el código penal.
-Bueno, pero yo no tengo nada.
-Bueno, ¿entonces me permitiría revisarlo? –solicitó el policía–.
-No,no me podés revisar –negó Marco–.
-¿Cómo qué no? –se sorprendió el agente–
-No, yo estoy caminando por la calle, sin hacer nada. No estoy en posición flagrante ni ningún tipo de actitud que pueda ser presuntamente contravencional. Por eso, como dice La Constitución, vos no me podés revisar porque no tenés jurisprudencia sobre mi persona debido a mi correcto accionar.
Dijo esas palabras y se sintió como todo un letrado. Estaba contento de no tener nada encima en ese momento, no porque lo fueran a requisar ni a detener, de hecho, no se hubiera dejado examinar si hubiera tenido algo consigo, sino porque sabía que tenía razón y no tenía nada que demostrarle al hinchapelotas ese del unifome azul; era como ganarle el partido sobre la hora al muy puto.
-Yo tengo jurisprudencia y jurisdicción sobre su persona porque represento al Estado de la Nación, y usted no tiene los documentos; puedo llevarlo a la seccional para averiguación de antecedentes y demorarlo –dijo el poli, como si de repente hubiera recordado La Constitución entera–.
-Pero yo no estoy haciendo nada, vos me ves. No tengo antecedentes. Además, ¿no leíste la nueva ley de despenalización? Vos no podés andar requisando porque sí.
-Pero usted no tiene documentos.
-Bueno, vos no me podés requisar. Si me querés requisar –confió Marco como último recurso– vas a tener que hacerlo con un testigo, porque es mi derecho, y porque yo no me puedo confiar. De vos, ni de nadie. Vos me estás revisando y de repente me metés algo en el bolsillo y yo me como un garrón por no ser precabido.
-No –aseguró serio el oficial–. Yo no gano nada con eso.
-Vos no ganas nada, pero yo pierdo todo. ¿Está bien?
-Sí, sí, caballero.
-¿No soy libre para caminar por la calle?
-Sí, como dice el artículo 14 de la Costitución Argentina –dijo el buchón en otro repentino ataque de memoria–.
-¿Entonces puedo retirarme?
-Sí.
-Bueno, buenas noches entonces.
Marco reemprendió la marcha de vuelta para la Avenida. Estaba contento de haberle roto el orto al rati de mierda ese. De haberlo mandado a cagar por el resto de los tiempos y hacerle comer su propia basureada por quererse haber hecho el Oficial Poronga.
-Así te quedó el orto –pensó Marcos, para sus adentros–.
Pero al alejarse unos escasos pasos bajando para la avenida, el policía decidió llamar nuevamente su atención.
-Caballero, un segundo por favor.
-¿Qué pasa? –dijo Marco, ya harto de la situación–.
- Mire Caballero, evidentemente tenemos que llegar a un acuerdo con esto.
-¿Acuerdo? ¿Qué acuerdo? ¿Acuerdo de qué? ¡Si yo estoy caminando por la calle sin hacer nada! ¡Y no tengo nada además!
-Es verdad, pero usted no tiene los documentos.
-¿Pero me vas a llevar hasta la comisaría al pedo para perder tiempo? ¡Si sabés que no tengo nada!
-Si no llegamos a un acuerdo, me lamento que tengo que cumplir con mi deber.
Deber. La palabra estalló como un cohete en la cabeza de Marco y quiso mandar al oficial a la concha de su hermana. Pero serenando los nervios, se contuvo una vez más y dijo:
-¿Qué tipo de acuerdo? No tengo plata, y si la tuviera, no te la daría. Eso es un abuso de tu autoridad.
- No Caballero, nada de dinero. Yo no soy de esos, no me malinterprete.
- ¿Y entonces qué, macho?
-No me falte el respeto, se está dirigiendo usted con un oficial de la Nación.
-Bueno ¿Qué quiere?
-Usted sabe.
-No, no sé.
-Vamos..
-¿Podés ser específico, qué me quiero ir? –se hartó Marco–
-Bueno, usted sabe, uno aquí, a veces se siente bastante solo y un poco de compañía nunca viene mal…
-¿Qué carajo estás diciendo?
-Acá en los arbustos de la plaza no hay nunca nadie, usted viene conmigo y…–arqueó las dos cejas y ladeo la cabeza hacia los arbustos–.

-Cana de mierda y la re puta que te parió –explotó Marco–, ¡te voy a cagar a trompadas pelotudo, forro de mierda! ¡Yo me voy al carajo!.

Empezó a caminar de nuevo hacia la avenida, hecho una furia, sintiéndose ultrajado una vez más por un policía de mierda, esta vez realmente dispuesto a irse pese a cualquier advertencia del oficial.

De repente, una estela azul se acercó desde lo lejos y como de la nada, apareció un patrullero que se puso al lado de Marco, apenas a unos escasos metros de donde se encontraba el ambulante policía.

-Caballero ¿Qué está pasando acá? –espetó un policia de cara rubicunda y de gran espectro que se apeó del patrullero que apenas se movía–

-Este caballero no tiene los documentos; no quiere acatar ordenes y se ha revelado contra mi autoridad. Además intentó abordarme con propuestas indecentes. No se deja requisar, debe tener algo o estar drogado por la manera que reaccionó cuando lo detuve –se adelantó a Marco el policía que lo había insinuado momentos antes–.

Marco estalló como un volcán y quiso patear en la cara a ese imbécil de ojos azules que llevaba la gorra con la diadema de la Federal incrustada en el centro de la misma: -¡Vigi de mierda y la re puta madre que te parió! ¡Te voy a partir la ñata la concha de tu madre! ¿Qué me querés embocar a mí, la concha de tu hermana? ¡Sádico! ¡Corrupto de mierda!

Los dos policias de apoyo se abalanzaron sobre él, como dos lobos hambrientos sobre su presa. Marcó se vió en medio de ambos y trató de resistirse: -Ey loco, ¿qué hacés? Ey, suéltenme! ¡No me pongás la marroca, loco! ¡La concha de tu hermana? Ey, ¿qué hacen? ¡No estoy haciendo nada! ¡EY! La put…..

El sonido seco se oyó como un tibio golpe sobre el parche de un tambor gastado en el medio de la ahuecada noche. De repente se hizo un silencio y se escucharon las puertas del auto abrirse y cerrarse bruscamente; luego se oyó el siseo que la estela de la patrulla dejó zumbando en el aire fresco en la noche de primavera, alargándose al desplazarse el móvil.

El oficial se puso en marcha nuevamente hacia Avenida del Libertador , mientras un silbido muy fino acompañaba el constante tac-tac de sus lustrados zapatos, bajando nuevamente hacia la plaza.

viernes, 16 de octubre de 2009


"El que hace un bestia de sí mismo se libra del dolor de ser un hombre." Dr. Johnson

martes, 6 de octubre de 2009

Para Laura, que me ayudó en esta porfía

Túnel

Negra noche, piel de esclavo
El Túnel me conoce
Él siempre está
Esperando mi sombra
Atravesando su lóbreguez
Como una intrusa
Errante advenediza

Letargo

Cuántas veces me viste pasar, túnel
Empapado de tu divina risa
Caminata de vino bajo la luna
Que nos descubre
Una vez más

Sobre los autos
Sobre los fuegos
En las fauces
De la línea interminable
Que tu boca dibuja
Cuando devorás
Los abismos
A mis pies
Hacia mis acrecentados
Y pesados pasos

Cuántas piernas medrosas
Detuviste
Cuántas almas llameantes
Incitaste
Con cuantas alboradas
Sedientas te
Acostaste
Cuántas navajas rieron
A través de tu vientre
Frondoso

Los edificios no son tan bellos
Como vos
No, Túnel
Ellos te observan
Tiesos como centinelas
De cemento
Con sus miles de
Ojos encendidos

Ven mi esqueleto
Mi cuello adelantándose
A mis hombros
Formidables
Recorriendo tu guarida
Mis dedos rozando
Las comisuras
De tu anchura
Acariciando toda
Tu nocturna columna
De cristal

Ay Túnel
Cuántas veces
Sonó ese tenor
Irrumpiendo en
Mi alma
Mientras tus ecos
Acompañaban mi sendero
Nuevamente
Hacia mis castillos de arena
Esperando la espuma
Desde mi caparazón de seda

Siempre me cuidaste, Túnel
Viste a un hermano de la
Noche deambular inquieto
Viste un hijo del día
Conquistar toda tu forma
Y sonreír
Bajo tus metros y metros

Al final de tu senda misteriosa
Se esconden mil tesoros de la noche
Indescifrables, todos tuyos
Que te susurra el viento,
Dueño de todas las hojas.

Puente y Túnel
Cuando nadie confíe en vos
Brillá como Antáres
Iluminá el pasadizo
Contá el secreto
Y rompé la noche en mil destellos.