Se encogió de hombros y se apoltronó en la escalinata a contemplar la noche, de frente a toda la extensión de Avenida del Libertador. Sí que estaba lejos de casa.
Pero se sentía bien. De hecho se sentía el tipo más afortunado del mundo, tirado ahí, como un linyera, en medio de uno de los barrios más caros de Bs. As., mirando la luna, sin tener que responderle nada a nadie.
-Sí, esto es vida –se dijo a sí mismo– ¿De qué carajo tengo qué preocuparme? De nada, absolutamente de nada…
Se olvidó por completo de la acalorada discusión que había sostenido con su novia un rato antes, de la renuncia a su trabajo, del gol que el puto de Silva les había embocado sobre la hora, muriéndose el pleito. Eran todas cosas innanes. En ese momento era él el rey del mundo -al menos del mundo que él conocía-, y todo lo demás no valía un carajo. ¡Qué sensación increíble!
De repenté unos pasos sordos se escucharon a lo lejós, y en poco menos de un santiamén Marco los sintió cerca de dónde él estaba. Volteó la cabeza y vió a un policía, a escasos metros de su persona. Ambos se miraron fijo por unos segundos y Marco reconoció en él al típico oficial de las fuerzas de la Federal: era rubio, de ojos celestes y mediana estatura, con el pelo muy corto y un afeitado perfecto. De inmediato lo identificó como uno de esos pibes que en el colegio son unos buchones terribles y prestan atención vehementemente en la clase de matemática, orejas de la profesora de mierda que mandaba a todos a marzo. Nunca se había llevado bien con esos imbéciles.
Sabía que venía a romper las pelotas, pero él no se inmutó. No estaba haciendo nada ni tenía nada que esconder, así que se quedó quieto mirando la avenida sin darle motivos al uniformado para abordarlo bajo ninguna circunstancia.
El policía permaneció junto a Marco por dos o tres minutos y se decidió a inspeccionar por el resto de la plaza, interrogando a las parejitas sobre que estaban haciendo, buscando marihuana u alguna otra sustancia ilícita, revisando los paquetes de cigarrillos. Por supuesto, eran controles muy selectivos, porque la pareja bien vestida que estaba morréandose al lado de la verja de hierro nunca fue abordada por el rubio oficial.
-¡Pero que cana de mierda! ¡No te pueden ver en paz estos hijos de puta! – se dijo Marco hacia sus adentros–.
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