Era ya casi de medianoche. Marco prendió un pucho y caminó errante por la Avenida Pueyrredon. Se paró frente a una estación de servicio y miró distraídamente el resúmen de los partidos de la fecha. Bandfield le había ganado a Racing sobre la hora, con gol del Uruguayo Silva. Pese a ser un fervoroso académico, el resultado adverso pareció no importarle mucho. Siguió hasta las escalinatas de la Biblioteca Nacional y se detuvo, las piernas le dolían. Se entretuvo un rato mirando a una chica que esperaba el colectivo de la mano de en frente; llevaba un vestido de tela, con colores vivos y motivos alegres, de esos que se ponen las minas cuando llega la primavera y que oprimen ciertos botones que activan terminales secretas en los cerebros y pantalones de los hombres.
Había algo en la figura de la muchacha que lo cautivaba poderosamente: era el porte arrogante pero a la vez insulso que visten muchas mujeres de la Capital. Era como si se tratara de una yegua terrible, de esas con las que uno se quiere encamar y después de realizada la faena, tomarse el primer piro que pasa y a otra cosa mariposa. Listo.
Pero a la vez, había en su mirada algo que Marco no sabía que era –de hecho, nunca lo supo–; algo melancólico que llegaba a conmoverlo hasta la médula. Esa dualidad llamó poderosamente sus sentidos y se enamoró durante 15 minutos, prestando durante ese lapso una atención casi matemática a la señorita y su figura.
Pero cuándo el 37 llegó y se devoró a la bonita muchacha, se escindió rápidamente del asunto y decidió reanudar su caminata. Así nomás, como si se hubiera tratado del recuerdo de una mala paja, simplemente se olvidó de la agraciada fémina y reanudó la marcha.
-De nada vale hacerse poco o demasiado drama. -pensó-.
Empezó a subir por la empinada calle y atravesó la noche a través del pomposo barrio. Estaba lejos de su casa, eso lo sabía bien. Tenía puesto un jean gastado y un buzo viejo que le había regalado un amigo que no veía hace un tiempo, y que de verdad extrañaba.
Se sintió un mendigo caminando en medio de las inmediatas luces de esa fortaleza ostentosa que se levantaba en medio de la piojosa ciudad, lo que le divirtió mucho. Llego hasta la embajada de República Checa o alguno de eso países que sabía, en su puta vida iba a visitar y siguió caminando.
El barrio le recordaba a París, o al menos como él creía que era, de acuerdo a las películas en las que había visto a la glamorosa y estúpida capital francesa en todo su esplendor: el lugar se diagramaba circularmente, con los edificios brillando inmaculados, como torres de marfil que se levantaban sobre la acera, alineados geométricamente en cinco distintas calles que entraban por los costados y que convergían en la parte trasera de Plaza Francia.
Llegó a la plaza y pretendió sentarse en el monumento a San Martín, pensando en que se encontraría solo y podría acomodarse a sus anchas, sin nadie zumbando por los alrededores. Pero al llegar se encontró con que había bastantes parejitas, y que una de ellas había ocupado su lugar preferencial.
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