Aquí estamos, una vez más. Yo y mi fiel e insepareble amiga; este artílugio de circuitos, luces y trasnsitores que nunca llegaré a entender con presición. Es el precio que hay que pagar para encomendarse a los lujos inimaginables de esta antropomórfica maravilla que alberga en sus entrañas a la nueva biblioteca de Alejandría.
Me resulta extraño teniendo en cuenta el día y la hora no estar pasado ya de copas; en realidad, el hecho de no haber ingerido ni siquiera un solo cóctel ya me resulta demasiado desconcertante.
Pero no. Esta no es una noche para eso; no es una noche para celebrarse a uno mismo (si de eso se trata, me asumo como un avezado en la materia). No, hoy no; los dioses de la noche y los demonios de las letras tienen otros planes conmigo ahora.
Por estas horas me imagino la misma rutina en todos los bares y boliches de toda la puta ciudad, aquellos mismos que hace tiempo atrás frecuentaba como un advenedizo, como un ladrón que se tiende su propia trampa para que lo agarren mientras se chorea el botín más jugoso de todos: reggaetones explotando desde los parlantes donde reposan los codos de extraterrestres de caras bronceadas en pleno invierno, luciendo inefables morisquetas plásticas mientras alzan sus copas de vino de once pesos en el Super Chino como si fuera Don Perignon, mientras las comparsas de minitas no paran de tirar flashes por los rincones.
Hace un par de días, parte por desición propia y por otro lado ajeno a mi voluntad, volví a adentrarme en las pistas de esos odiosos lugares, donde el ambiente apesta a vacaciones durante la segunda quincena en Mar del Plata, camperas de gabardina y una profunda ética moral y ciudadana pasada la resaca del día siguiente.
Y ahí estaba yo; con mi difusa mirada distorsionada por nefandos químicos, confundido, intentando abordar una escena grotesca, rozando la locura. Aburriéndome con las mismos teatrales comportamientos que había observado con detalle desde que tenía trece años, mientras intentaba personificar mi papel sin nunca poder meterme en la piel de el actor que encarnaba, emborrachándome como si fuera la última vez, hipnotizado por pendejas que iban y venían para todos lados, sin poder cojerme a ninguna. Simplemente no cajaba y sigo sin cajar. Me aburre.
Ni siquiera me parecen lugares fuera de lo común; menos aún fuera de control. Salvo excepciones, y a pesar de sus alardeos y de los noticieros que exacerban todo, esos hangares de la imagen me resultan Iglesias comparadas con otros lugares que he frecuentado.
El motor del accionar humano se mantiene, como a lo largo de toda su existencia, gracias a la estúpidez. Y, lamentablemente, hoy la cúspide de tan preciado tesoro se haya monopolizada por la acción de aparentar; el placer de tener y mostrar. Lo que sea.
Los estúpidos por naturaleza ya no gozamos más el privilegio con el que antaño nos vanagloriabamos. Nos lo han robado y han abierto una monsruosa cadena de montaje con el mismo.
Denle una ametralladora a un mono en un bazar de vidrio y vean lo que es capáz de hacer... denle la estúpidez a la clase moralizante y ya tenemos gobernantes para rato...
Terminó por aburrirme la noche; sin sobresaltos, sin charlas, sin alcohol y sin mujeres alrededor (basta al menos una de las cuatro opciones para zafar) los viernes a esta hora pueden volverse demasiado anodinos para mí gusto. Mi fiel amiga (en realidad somos enemigos desde tiempos inmemoriales; se trata simplemente de una relación amor-odio, que es la que posibilita nuestra sagrada comunión) empieza a relamerse anticipando las lluvia de MPEGs. que está a punto de devorar en un par de horas. Provecho negra.